La era del yo
- Raul Breton
- Aug 2
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Por: Daniel Beltré López
Nunca como ahora la humanidad registró mayor auge del principio de la libido, del principio del placer.
Asistimos a la era del deleite, de la voluptuosidad, de la más sórdida concupiscencia.
Somos súbditos del más descarnado individualismo. Probablemente hoy el sustantivo “yo” sea la palabra de mayor uso en lengua castellana.
Vivimos en una sociedad afectada severamente por el síndrome del numero uno; una sociedad en la que todos queremos ser el primero; aveces terminamos siéndolo sin que sea suficiente. Es que hemos venido a ser fundamentalmente seres insaciables, forjados en la fragua repugnante del egocentrismo.
Vivimos en un mundo predominantemente monoteísta, sabemos que el Olimpo está residenciado en los predios de la mitología; pero, es asombrosa la fila de los que quieren ser Dios.
Pocos aguardan a echar raíces,
solo se procura la meta que una vez alcanzada se abandona, sin haber conocido siquiera la pequeña cartografía de lo recibido.
De inmediato emerge la contienda —en procura de nuevos laureles— en la que el mérito es menos que cirigaña.
Es la vida misma signada por egoísmos irrefrenables, por el desconocimiento de los sentimientos ajenos, por el ineludible afán de oírse a sí mismo. Es como si nos entregáramos a un proceso que por torpe deviene embrutecedor.
La amenaza mayor es perder la capacidad del reencuentro con la conciencia ahora diluida en un mundo que no solo hace añicos del control social sino de toda clave para una verdadera comunicación.
La creencia dominante es que la humanidad se desvela —y queda obligada a desvelarse— esperando la soflama del orate, sus inapelables instrucciones, las más insulzas noticias de ese universo prohijado por una subcultura edonista y fantoche.
Para colmo, esas absurdeces, se fortalecen a la par que se profundiza la crisis de la lengua. Pues cuando una sociedad comienza a descomponerse —me repito— lo primero que pudre es el lenguaje.
En fin, la palabra, que llegara a constituir el mayor honor del hombre —como lo dejará a entender Thomas Mann en un tangencial ejercicio acerca del triunfo del humanismo—, termina siendo materia prima para el estropicio.
Los signos del desmadre y sus onomatopeyas ganan más y más terreno a la hora de la comunicación mientras se desacredita la palabra como salvaguarda del entendimiento.
Todas estas torceduras se apilan en complicidad con los poderes públicos y fácticos, palancas recurrentes de la autoadoración, donde la cordura suele hacer crisis sin merecer atención sus clamores por auxilio ante la vorágine de los deseos.
El “yo” se mueve ágil, mientras colapsan la solidaridad y la idea del bien común.
Estos escenarios que podrían ofrecerse túrbidos como centinas, trituran desvergonzadamente todo talento, porque será siempre más fácil el manejo de las cenizas.
Ojalá no terminemos convirtiéndonos en una sociedad
de gente que lo quiere todo; una sociedad anodina,
extraña al principio realidad.
El temor sugiere el riesgo que supondría, que algún tunante anunciara la entrega de un bálsamo creador de superhéroes, y que el día fijado para la ocurrencia, la República se amontone en interminables filas de prospectos que de antemano se han armado de capas y antifaces.
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